Laia Shamirian Freelance Food Writer

En un restaurante druso con una viajera china

Era un día de enero muy lluvioso. Me encontraba en medio de la nada, o del todo, según se mire, con un objetivo claro: probar la comida drusa en Majdal Shams.

¿Quiénes son los drusos?

La idea despertó en mí tras una conversación en las cocinas de un restaurante social en Haifa. Una chica me explicaba que volvía de pasar un tiempo en Buqata, cerca de Majdal. Me hablaba de la increíble comida de los drusos y lo mucho que había disfrutado de su hospitalidad.

Para mí la comunidad drusa era toda una novedad, era la primera vez que oía hablar de ella. Uno de los cocineros que estaba cerca me contó que los drusos provienen originariamente de Siria y que su religión es secreta. Que su religión sea secreta quiere decir que los integrantes de la comunidad no pueden hablar de ella ni explicar sus bases, rituales ni tradiciones religiosas, habiéndose llegado a oír casos de pena de muerte.

Así que no quise perder la oportunidad de acercarme a esta comunidad. No fue fácil. En un primer momento cancelé el viaje por culpa de las fuertes inundaciones en el país. Por suerte mi obstinación me empujó a no desperdiciar una segunda oportunidad. Por más que continuó lloviendo, inicie mi periplo hacia esa región envuelta de misterio y ambigüedades.

Los Altos del Golán

Llegó el día y me planté entre las llanuras verdes, concretamente en Odem, un lugar dónde podía hospedarme cerca de mi destino. El área era tan remota que tan sólo llegaba un autobús diario, pero valía la pena, la región era paz.

Eran unos días algo confusos para mí así que a mi llegada me tomé tiempo para meditar, leer, y sencillamente disfrutar de un oasis acogedor en medio de la tempestad. Al cabo de un par de días, con algo más de energías, me preparaba para salir en busca de la comida drusa, cuando una chica asiática, entró en la recepción del hostal.

Llovía muchísimo. Pidió permiso para usar el baño y de paso algo de información. Ella había llegado hasta allí con poco tiempo y ganas de hacer muchas cosas, ninguna de las cuáles era recomendable con semejante tormenta.

En ese instante, presencié una de esas sutiles batallas entre egos. La persona que la recibió lo hizo de forma fría. Por norma general no se trataba de una persona desagradable, pero por alguna razón reaccionó así. Tal vez demasiadas personas pasando a utilizar el baño a lo largo de los años.

En un primer momento esperaba que ella respondiese ante esa actitud también de forma fría o bien denotando incomodidad. Todo ello por supuesto, inconscientemente. No obstante, su reacción no tuvo nada que ver con lo que esperaba.

Ella continuó hablándole y preguntándole de forma completamente cordial y haciendo caso omiso a las claras señales de molestia que él hacía. Al cabo de unos 10 minutos, él acabó sonriendo mientras ella le enseñaba fotografías de su móvil.

Aquello fue magia. Ella era China, y tenía esa mueca adorable de cerrar la boca en O, moviendo ligeramente la cabeza hacia atrás, acompañado de un sonido como: oohh. No sólo lo utilizaba cuando algo le parecía interesante, sino también sorprendente, relevante o como coletilla final cuando el otro interlocutor acababa de hablar.

Tengo la firme creencia, de que este sonido la defendía de la indiferencia o la maldad. Y que incluso le ayudaba a crear conexiones más puras, desinteresadas y sencillamente, bonitas.

La cuestión es que después de los suficientes uoh’s y de acabar convirtiendo a un gélido receptor en un generoso ayudante, ella decidió que también iría a comer.

Ambas salimos a la vez y nos subimos a un autobús dirección a Majdal. En el corto trayecto el conductor nos indicó un restaurante druso junto a la carretera. Pocos paladares son más fiables que el de aquellos en constante tránsito. Así fue como llegamos a El Sultan en Masada.

Tenía la suerte de haber dado con una persona llena de energía, que hablaba a cualquiera con afecto sin importar el tono en el que le respondiesen, creando una atmósfera positiva y llena de manos amigas.

Por si fuese poco, la meteorología quiso acompañar el momento, y después de una semana de lluvias, el cielo se abrió, y un tímido arco iris se dibujó sobre las montañas nevadas de Mount Hermon.

Yo no podía sonreír más. O quizá sí.

Sabor a tregua

Entramos en el restaurante, vacío pero lleno de sonrisas amables. Un chico joven nos trajo el menú a la mesa y vino hasta en 3 ocasiones bien para traducirla o bien para detallarnos en qué consistía el plato. En ese momento ella dijo las palabras mágicas: ¿compartimos?

Poco rato después, la mesa se hacía pequeña para tantos platos: kubbeh, labane con zatar, falafel, ensalada, hummus y berenjena caliente en tahini. Yo estaba a punto de llorar de alegría.

Sin duda Israel estaba siendo una montaña rusa emocional. En tan pocos kilómetros se concentran un sinfín de conflictos, pasiones, rezos, identidades y caracteres. Y por supuesto juicios.

 Inevitablemente, aparecen como respuesta a las pesadas mochilas que cargan. Abuelos heridos y abusados, padres que han trabajado duro, jóvenes en deuda. Toda una generación que se abre camino con el sufrimiento de sus antepasados como luz. Al menos, hasta ahora.

En aquel momento, no obstante, no había dolor, ni guerra, ni venganza. Sólo una mujer amable, independiente y enérgica venida de China. Sólo un camarero cordial de sonrisa dulce. Sólo una mesa llena de abundante comida. Sólo un restaurante de carretera. Se trataba de ese inolvidable e inconfundible sabor a tregua.

Disfrutamos de cada plato y ella atónita ante mi gran entusiasmo finalmente me preguntó: ¿pero es que has venido hasta aquí sólo por la comida? Sí. Rotundamente sí, contesté yo.

Laia Shamirian Pulido escritora gastronómica, mestiza y viajera. Dice que puede encontrarse la fe entre macchiatos e injeras. Y que de no encontrarla, el comer y el beber, habrán merecido la pena igualmente.